Y el martes comenzó un nuevo capítulo. Unos de los episodios más significativos dentro de estos tres últimos años: Camila ha ido al cole.
No fue un día fácil, despertó llorando a lágrima viva y gritando que no quería ir. Ello unido al hecho de que nunca haya estado en guardería ni separada de nosotros nos hacía presagiar un momento complicado en la puerta del cole.
Afortunadamente no fue así. El plan de adaptación del colegio San Fernando funcionó a las mil maravillas. Conoció en la plaza a los cuatro compañeros de subgrupo con los que conviviría esta semana. Y a la hora de la entrada, los globos y la música también hicieron su trabajo.
Con una empatía increíble su profe, Sonia, se le acercó y le cogió la mano. Camila entró al cole con sus compañeros y ni tan siguiera miró para detrás. No nos lo creíamos. Según indicaban nuestras proyecciones mentales (perfectamente elaboradas) tocaría tirarse al suelo, patalear, llorar. Nada de ello ocurrió.
Ahí quedamos en la plaza nosotros, mamá y yo. Tan tranquilos y aliviados como descolocados. Con la mirada perdida apuntando hacia la puerta. Salió la directora a tranquilizar a todos los padres (¡lo que tendrá que aguantar esa señora!) y tras cerrar la puerta nos abrazamos en un revoltijo de emociones. La montaña rusa había terminado.
Al final transucurrió una de las horas más largas de mi vida. Salí a recibirla y la cogí en brazos. "Quiero venir mañana"- me dijo. Y enseguida comprendí que tal vez los únicos que habíamos vivido, sufrido y anticipado el inicio del cole como la bomba de Hiroshima habíamos sido mamá y yo.
