Les comparto por aquí un texto al que le tengo mucho cariño. Un relato corto que le escribí en el taller literario a mi gata.
Historias
felinas
Siempre me fascinó permanecer despierto mientras todos dormían.
Esta noche es una de esas en las que me olvido que mañana tengo que ir a
trabajar y me escapo del sueño mientras
me recreo en la sensación de ir a contrapié del mundo, de morder hasta
el último minuto de vigilia y resucitar tras el paso del camión de la basura.
Juraría que sólo en estos momentos me reencuentro y reconozco.
Sobre el escritorio se reparten caóticamente las llaves del
coche, alguna carta del banco, el periódico y algunos apuntes de Psicología de
la Personalidad. El televisor encendido y sin volumen muestra las últimas
novedades de la Teletienda: Static Duster; cama doble Restform y unos parches para la celulitis. De fondo y
compitiendo en banalidad las noticias de la radio anuncian un descenso brusco
de las temperaturas en la cornisa cantábrica.
El miércoles quedó
atrás, se marchó malherido, fugaz e insípido como un abrazo partido. Me refugio en este paréntesis de
oxígeno, donde cobran vida ruidos y sonidos
hasta este momento dormidos: las agujas del reloj despertador, el tránsito de
un coche buscando aparcamiento y la solitaria tos de algún vecino desvelado. Luego, como siempre, escucho a Ismael Serrano
o leo, o escribo… o me entrego por completo a mis pensamientos antes de buscar
en el teléfono móvil algún mensaje o
alguna llamada perdida a deshora que le ponga un toque de morbo a la noche.
Ya entrada la madrugada la puerta se entreabre y asoma la
cabeza mi gata. Desde hace algunos años repetimos la misma ceremonia casi a diario: nos miramos con
brevedad, le digo algo mientras escribo en el ordenador y hace acuse de recibo de mi saludo con un
maullido cristalino. Ya no saldrá de mi cuarto hasta que amanezca para
perseguir sombras, pelarse con las
trabas de la ropa y seguir desde el patio el vuelo infinito de las palomas.
En las últimas semanas demanda más atención. Creo que
sospecha que tengo algo que decirle. Sube hasta la mesa tratando de boicotear
cuanto escribo. Camina atrevida y temeraria sobre el teclado dejando a su paso
un rastro azaroso de caracteres, una catarsis de letras, una secuencia
imposible de consonantes en la pantalla. Mi gata ha escrito claramente jkñjkjklñ. Me gusta imaginar que tal
vez a través de esa misteriosa escritura trata de ponerse en contacto conmigo “No me
gustaron los Friskies de atún que
me pusiste esta noche” o mejor aún “¿Conoces algún gato interesante en este
maldito barrio?”. Luego, su
mirada busca mi complicidad, estira su cuerpo y me regala con desdén un bostezo
infinito con el que decide dar el día por terminado. Atraviesa la habitación
con la soberbia propia de quien se siente observado, roza su cuerpo con todo
aquello que encuentra a su paso y por último tras dar un pequeño salto consigue
subirse a mi cama.
Tres canciones más de Ismael y sigo sus pasos. Antes
trataré (ingenuo de mi) de ponerme firme
en el enésimo intento de dejar la mesa recogida: las llaves del coche no
deberían estar aquí, no me interesa tener otra tarjeta del banco, ¿para qué
sirve un periódico de la semana pasada?
El cuerpo se lamenta cansado, un escalofrío serpentea bajo
la piel mientras Morfeo cubre de niebla las paredes de la habitación. Será
mejor dejarlo por hoy….
Apago la luz y busco a tientas la cama en una secuencia de
gestos torpes e inseguros: esto es la mesa, esto la silla y esto debe ser finalmente la cama. Me sumerjo
bajo la manta, me tapo hasta la cara mientras celebro la suerte de no vivir en
la cornisa cantábrica. Comienzo a dar vueltas y en una de ellas noto el contacto
seco y duro de la gata que gime sobresaltada. Contrariada se levanta, me mira
algunos segundos como pidiendo explicaciones, bosteza y trata de dormirse
nuevamente, esta vez de manera astuta un poco más lejos de mis pies.
Mirarla me entristece. Me engaño una vez más pensando que
tal vez mañana reúna el valor suficiente para hablar con ella y dejar al fin de
mirar para otro lado. No existe otra salida. Y apuro los últimos instantes de
vigilia ensayando mentalmente el mensaje cobarde que le dejaré escrito en la
pantalla del ordenador: “Tienes que ayudarme y dejar de dormir conmigo. Me han
dicho en la Residencia que soy alérgico a los gatos”.
David Hernández
Diciembre 2007