13 ene 2013

Historias felinas



Les comparto por aquí un texto al que le tengo mucho cariño. Un relato corto que le escribí en el taller literario a mi gata.


Historias felinas


Siempre me fascinó permanecer despierto mientras todos dormían. Esta noche es una de esas en las que me olvido que mañana tengo que ir a trabajar y  me escapo del sueño  mientras  me recreo en la sensación de ir a contrapié del mundo, de morder hasta el último minuto de vigilia y resucitar tras el paso del camión de la basura. Juraría que sólo en estos momentos me reencuentro y reconozco.

Sobre el escritorio se reparten caóticamente las llaves del coche, alguna carta del banco, el periódico y algunos apuntes de Psicología de la Personalidad. El televisor encendido y sin volumen muestra las últimas novedades de la Teletienda: Static Duster; cama doble Restform  y unos parches para la celulitis. De fondo y compitiendo en banalidad las noticias de la radio anuncian un descenso brusco de las temperaturas en la cornisa cantábrica.

El miércoles quedó  atrás, se marchó malherido, fugaz e insípido como un abrazo partido.  Me refugio en este paréntesis de oxígeno,  donde cobran vida ruidos y sonidos hasta este momento dormidos: las agujas del reloj despertador, el tránsito de un coche buscando aparcamiento y la solitaria tos de algún vecino desvelado.  Luego, como siempre, escucho a Ismael Serrano o leo, o escribo… o me entrego por completo a mis pensamientos antes de buscar en el teléfono móvil  algún mensaje o alguna llamada perdida a deshora que le ponga un toque de morbo a la noche.

Ya entrada la madrugada la puerta se entreabre y asoma la cabeza mi gata. Desde hace algunos años repetimos la  misma ceremonia casi a diario: nos miramos con brevedad, le digo algo mientras escribo en el ordenador y  hace acuse de recibo de mi saludo con un maullido cristalino. Ya no saldrá de mi cuarto hasta que amanezca para perseguir sombras,  pelarse con las trabas de la ropa y seguir desde el patio el vuelo infinito de las palomas.

En las últimas semanas demanda más atención. Creo que sospecha que tengo algo que decirle. Sube hasta la mesa tratando de boicotear cuanto escribo. Camina atrevida y temeraria sobre el teclado dejando a su paso un rastro azaroso de caracteres, una catarsis de letras, una secuencia imposible de consonantes en la pantalla. Mi gata ha escrito claramente jkñjkjklñ. Me gusta imaginar que tal vez a través de esa misteriosa escritura trata de ponerse en contacto conmigo  “No me gustaron  los Friskies de atún que me  pusiste esta noche” o mejor aún “¿Conoces algún gato interesante en este maldito barrio?”. Luego, su mirada busca mi complicidad, estira su cuerpo y me regala con desdén un bostezo infinito con el que decide dar el día por terminado. Atraviesa la habitación con la soberbia propia de quien se siente observado, roza su cuerpo con todo aquello que encuentra a su paso y por último tras dar un pequeño salto consigue subirse a mi cama.

Tres canciones más de Ismael y sigo sus pasos. Antes trataré (ingenuo de mi) de  ponerme firme en el enésimo intento de dejar la mesa recogida: las llaves del coche no deberían estar aquí, no me interesa tener otra tarjeta del banco, ¿para qué sirve un periódico de la semana pasada?

El cuerpo se lamenta cansado, un escalofrío serpentea bajo la piel mientras Morfeo cubre de niebla las paredes de la habitación. Será mejor dejarlo por hoy….

Apago la luz y busco a tientas la cama en una secuencia de gestos torpes e inseguros: esto es la mesa, esto la silla  y esto debe ser finalmente la cama. Me sumerjo bajo la manta, me tapo hasta la cara mientras celebro la suerte de no vivir en la cornisa cantábrica. Comienzo a dar vueltas y en una de ellas noto el contacto seco y duro de la gata que gime sobresaltada. Contrariada se levanta, me mira algunos segundos como pidiendo explicaciones, bosteza y trata de dormirse nuevamente, esta vez de manera astuta un poco más lejos de mis pies.

Mirarla me entristece. Me engaño una vez más pensando que tal vez mañana reúna el valor suficiente para hablar con ella y dejar al fin de mirar para otro lado. No existe otra salida. Y apuro los últimos instantes de vigilia ensayando mentalmente el mensaje cobarde que le dejaré escrito en la pantalla del ordenador: “Tienes que ayudarme y dejar de dormir conmigo. Me han dicho en la Residencia que soy alérgico a los gatos”.




David Hernández
Diciembre 2007


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